22 de enero de 2015

Meat is Murder, de The Smiths: la invención de la soledad

Publicado en revista Brando, enero de 2015


Soy de la generación que llegó a la adultez sin internet; ya éramos grandes cuando nos dejamos llevar por la avalancha de la información digital. Mis hijos están entrando a la adolescencia, y hoy la experiencia de la paternidad se parece a mirar a los hijos sumidos en los aparatitos. A nuestras historias de formación se les impone, cada vez más, el registro de testimoniar cómo era la vida cuando en las casas había nada más que un teléfono de línea, una televisión que sólo mostraba cuatro canales de aire y, con suerte, una computadora desconectada del mundo.
En realidad, los libros y los discos no eran tan distintos de las tabletas y los teléfonos inteligentes: pequeños objetos que transportaban información y que, entre otras cosas, ayudaban a moldear la sensiblidad de un adolescente.
Aunque los promotores del cambio y los apocalípticos de siempre ya tachaban a la época (mediados de los ochenta) como una en la que había demasiada información, vista desde hoy parece una época de información escasa. Con mi amigo Nagy (le empezamos a decir así por el locutor de la Heavy Rock & Pop), como aspirantes a monjes medievales, nos juntábamos a leer una y otra vez revistas como la Pelo y la Rock&Pop; por algún motivo nos fuimos convenciendo de que la información que traían era fundamental para nosotros. Durante horas, nos quedábamos callados, leyendo; intercambiábamos revistas y cartillas interiores de LPs. Los discos de vinilo habían sido la manera más extendida de publicar música grabada desde los años cincuenta; todavía conservaban su prestigio, y convivían con los cassetes, más recientes y manipulables. En alguna nota al pie de alguna de esas revistas, algún día de 1986 o 1987, aparecieron los Smiths. Nagy consiguió una copia en cassette de Hatful of Hollow, tercer disco de la banda de Manchester; yo me compré poco después el LP de Meat is Murder, con su tapa warholianamente cuadriculada de un soldado de apariencia frágil, que remitía a la tapa de U2 de un chico con un casco. Pronto empezaríamos a darles a esos discos el estatuto de biblias secretas de nuestra adolescencia sensible. No existían foros de fans, y yo no conocía a nadie más a quien le gustaran los Smiths, además de Nagy. A los Smiths, una banda casi sin hits, ni siquiera los pasaban en las radios. La experiencia de escuchar a los Smiths, a su música, que prometía ser eterna y hoy es sólo una pieza menor de la sensibilidad musical de los nacidos a principios de los años setenta, fue para mí la experiencia de mi amistad con Nagy, un grial torcido de nuestra búsqueda de adaptación y crecimiento. En esas tardes ociosas de información silenciosa se gestó lo que haríamos de adultos: él se hizo músico (Johnny Marr, guitarrista de los Smiths, tuvo algo que ver en eso) y yo escritor.
De Morrissey, cantante y compositor de los Smiths, siempre se decía que tenía buenas letras; en aquella época yo repetía como loro ese dato, aunque a mi nivel de inglés no le alcanzaba para comprobarlo. Yo leía novelas, y no entendía la poesía. Pero hoy, leyendo las letras, puedo decir que la deformidad delicada de Morrissey encendió algo en mis neuronas, un plafón de humor, amor y turbiedad que yo también intentaría cultivar.
En esta época donde sí parece que la información disponible es muchísima, me gusta hacer la arqueología de esos gustos adolescentes de los que no terminé de salir del todo. Encuentro por ahí las palabras que describen exactamente lo que me pasó a mí con Morrissey y los Smiths. Un editor de la revista Slant los describió así: “Nadie habría esperado que un discípulo mordaz y sexualmente frustrado de Oscar Wilde, que amaba el punk pero canturreaba como un Sinatra fallado, se uniera con un guitarrista increíblemente inventivo, cuyas influencias eran tan difusas que era imposible distinguirlas, para formar uno de las mejores parejas compositivas de los años ochenta.”
En aquellos años, aferrarse a la rareza era una manera de afirmar la propia identidad. En el invierno del 87 pinté una remera con la leyenda “Meat is Murder”. En el verano me fui a trabajar a una viña en La Rioja, y llevé todos los días esa remera. La difícil tarea de explicarles a los recolectores de uva con los que trabajaba qué había querido hacer pintando esa remera fue una forma de confirmarme como alguien “especial”. Con el tiempo, fui descubriendo a otros amigos para quienes escuchar infinidad de veces Meat is Murder había sido parte fundante de su adolescencia. No éramos tan raros: era sólo que no existía Internet.

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